- Published on
La primera gran guerra mundial social (IV) - Los rusos llevan 300 años con la mentalidad imperialista europea
- Authors
- Name
- Tom Luigers
- @tluigers
A diferencia de lo que piensa la mayoría del planeta, Rusia es una nación territorialmente muy pequeña. Lo sé, el mapamundi dice todo lo contrario y el vulgo repite neciamente que es la más grande del planeta porque abarca sobre el mapa desde Europa hasta el Asia. Pero la realidad es que la inmensa mayoría de la población rusa, se encuentra “del lado” europeo, es decir cerca de las fronteras de Europa. Tras mil años de existencia, el 90% de su territorio son estepas en las que no crece ni la tundra ártica, unas regiones tan habitadas cómo la luna. Su mar, es el más difícil del planeta atrapado entre el frío Ártico, las ballenas y los osos polares, quien se atreve a extraer bacalao es un osado hombre curtido, muy alejado de los extremos más cálidos y aptos como lugar de veraneo.
El secreto aquí es que a los europeos no nos gusta que eso se cuente así. Pero desde que Pedro El Grande unificó a todas las Rusias, desde 1721 han sido europeas. Guste o no el imperio ruso ha gobernado sobre partes de Polonia, Ucrania, Bielorrusia y no pocas partes de Europa, pero lo ha hecho siendo europeos.
Así que dejémonos de sutilezas. A la llegada del siglo XX, los imperios británico, alemán y ruso, estaban gobernados por primos hermanos y todos pertenecían a la familia de la reina Victoria porque sus troncos paternos habían sido sus nietos. La famosa María Románova, consorte del Zar anterior, en realidad se llamaba Dagmar y era la princesa de Dinamarca, cuya hermana Alejandra se casó con el Rey de Inglaterra. Es así como todos, pertenecían a un mismo linaje.
Por esta razón, presentar a los rusos como los bárbaros mongoles o asiáticos devenidos en vecinos es una falacia que se esconde tras ese universo fantástico creado por los historiadores selectivos y en especial por los políticos. Los rusos llevan 300 años con la mentalidad imperialista europea y por allí es donde debemos comenzar. Pero antes, ubiquémonos en su gran vergüenza como lo hicimos cuando los alemanes fueron arrodillados por los otros imperios en Versalles.
La imagen de un último mariscal de la Unión Soviética como Dmitry Yazov ya dice mucho por sí misma. Ser el último de su especie conlleva, además de cierta nostalgia, una pesada carga de vergüenza. Pero Yazov no solo será recordado por haber intentado dar el golpe de Estado contra Gorbachov, sino por haber sido responsabilizado en general, por sus tropas y enemigos, por haberlos hecho pasar penurias y hambruna.
El último mariscal fue el encargado de eliminar a 1.200 generales de carrera (Barylski-1998), pero a su vez enfrentado a la vergüenza de desmantelar frente a sus temibles enemigos yanquis, buena parte de su arsenal nuclear disuasivo. Si hay algo que asemeja al Tratado de Versalles, fue el hecho de que los subordinados vieran hasta a los Héroes de la Unión Soviética vender sus pertenencias preciadas para llevarse la comida a la boca. A orgullosos generales, vendiendo cacharros bélicos al tercer mundo, convertidos en hampones de poca monta.
A partir de allí vieron cómo se desmantelaba su imperio y salían uno tras otro sus viejos feudos, pero el asunto no quedaba allí. El enemigo, la santa alianza imperial europea a la que mal llaman Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), ahora se expandía a lo largo y ancho del hemisferio. ¿Alguna vez existió un Pacto de Varsovia? Ahora tenían frente a ellos a una Polonia que fue la primera en aliarse a sus adversarios en marzo de 1999 y para colmo lo hicieron con Hungría y Checoslovaquia. A partir de allí la alianza imperialista continuó su expansión hasta llegar al borde de las fronteras con los siguientes nueve países, que eran nada menos que la antigua Unión Soviética.