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Explicando la “paradoja” de Chile

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    Axel Kaiser
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Caio Silva

Axel Kaiser

Para muchos, el enorme progreso económico y social que ha logrado Chile en las últimas cuatro décadas parece estar en plena contradicción con la crisis que estalló en octubre de 2019, caracterizada por manifestaciones masivas, violencia coordinada por pequeños grupos y demandas de la izquierda política y otros para abandonar el modelo de libre mercado. La crisis ha hecho tambalear la política y la sociedad chilena, conduciendo a un referéndum sobre la redacción de una nueva constitución1. Algunos han descrito la situación actual de Chile como una “paradoja” (Edwards 2019). De hecho, parece paradójico que un país que ha logrado tanta prosperidad se haya vuelto amargamente en contra de las mismas instituciones que hicieron posible esa prosperidad.

Parte de la explicación de la rabia mostrada por la población chilena tiene que ver con el colapso de la confianza pública en las instituciones cívicas y estatales tradicionales, incluyendo la democracia. Entre 2009 y 2015 las personas que creían que la democracia chilena funcionaba bien o muy bien se desplomaron del 26 al 10% , y las que creían que funcionaba mal pasaron del 16 al 32% (Aninat y González 2016:3). Entre 2015 y 2019, el primer grupo se redujo aún más al 6% y el segundo grupo subió al 47%. (CEP 2019). Instituciones como la Iglesia católica, las emisoras de radio, la policía y las fuerzas armadas, los partidos políticos y las empresas han experimentado disminuciones similares o en algunos casos incluso más dramáticas en la confianza del público (Aninat y González 2016:4).

Chile también ha experimentado un descenso sistemático en el Índice de Percepción de la Corrupción de Transparencia Internacional, que asigna a los países con mayores percepciones públicas de corrupción una posición más baja en el ranking. Entre 2012 y 2018, el índice de percepción de la corrupción del país sudamericano cayó cada año —es decir, el público lo consideró como algo progresivo—, finalmente cayendo un total de seis puestos para convertirse en el país 27° menos corrupto de 183 naciones (Libertad y Desarrollo 2019). Aún más preocupantes son los resultados de un informe de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) de 2017 sobre el nivel de confianza de la población de Chile en su sistema judicial. Chile se ubicó en el último lugar entre todas las naciones que la OCDE encuestó, con la excepción de Ucrania, rezagado detrás de países como Brasil, México, Colombia y Rusia, entre otros (OCDE 2017). Una encuesta más general en 2019 mostró que el 58% de los chilenos creía que las instituciones del Estado en Chile eran corruptas (Datavoz 2019:4). En un estudio del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) del 2017, el 34% de los chilenos encuestados declararon haber sido maltratados por un empleado público (PNUD 2017:211).

No sólo la corrupción sino también la ineficiencia crónica contribuyó a la pérdida de legitimidad de las instituciones estatales. De acorde al Índice de Competitividad del Foro Económico Mundial del 2016, la ineficiencia del gobierno fue el principal obstáculo para hacer negocios en Chile (Foro Económico Mundial 2016:144-45). Todos estos problemas han dado lugar a importantes propuestas para reformar el ineficiente aparato estatal de Chile, lo que constituye un paso crucial para el fortalecimiento de su democracia2.

Sin duda, la reciente disminución de la confianza pública en el sector privado y en las instituciones estatales de Chile contribuyó al clima de descontento y frustración que se manifestó en la crisis que estalló en octubre de 2019. Pero esto por sí solo no puede explicar la salida de Chile de la fórmula de libre mercado que lo hizo tan exitoso. Si las élites y la población general de Chile entendieran realmente que las instituciones de libre mercado son cruciales para que el país continúe su camino hacia la prosperidad, entonces grandes grupos entre los manifestantes y las élites políticas e intelectuales, no estarían exigiendo cambios drásticos en lo que se denomina despectivamente como el sistema “neoliberal” de Chile.

Si, como creía Friedrich Hayek, las ideas e ideologías son los principales impulsores de la evolución social (Hayek 2006:98), entonces Chile es un claro ejemplo de cómo las ideas hostiles a la libertad económica y favorables al intervencionismo estatal pueden ganar terreno, lo que en el caso de Chile minó el legado de los “Chicago Boys”. En efecto, la igualdad material, la vieja obsesión de la izquierda, se convirtió en el credo de la mayoría de la clase política e intelectual de Chile. La igualdad material también fue respaldada por la Iglesia católica, una gran parte de la comunidad empresarial de Chile y muy influyente entre sus elites culturales.

Los resultados de esta narrativa igualitaria fueron cambios institucionales graduales que, a lo largo de los años, llevaron a la disminución de las tasas de crecimiento económico. Como expresó René Cortázar, ministro en el primer Gobierno de Michelle Bachelet: “El crecimiento, que había permitido un fuerte aumento de los salarios, el empleo y el consumo, y que había permitido la aparición de nuevos estratos medios, comenzó a ser dado por sentado por muchos. Se olvidó que el crecimiento acelerado no era un atributo del alma nacional; que en general nuestro desarrollo había sido mediocre; y que sólo la implementación de reglas de juego de buena calidad, y la construcción de consensos en torno a ellas, había permitido dar el salto al primer lugar en la región [Cortázar 2019:11]”.

Cortázar, economista del Massachusetts Institute of Technology (MIT) y del think tank de centroizquierda Corporación de Estudios para Latinoamérica (CIEPLAN, señaló crucialmente que “el énfasis se puso sólo en los aspectos distributivos” y añadió que “los resultados distributivos fueron criticados con amargura” aunque los salarios estaban subiendo como nunca (Cortázar 2019:12). Por lejos, el gobierno igualitario más agresivo, en la línea denunciada por Cortázar, fue el segundo mandato de Michelle Bachelet (2014-18), en el que se aprobaron varias reformas estatistas con el objetivo de “terminar con los vestigios neoliberales”, en palabras de la propia Bachelet3.

Las reformas laborales, tributarias y educativas de Bachelet, combinadas con una narrativa extremadamente hostil contra las empresas y las ideas de mercado, provocaron uno de los descensos económicos sin precedentes en décadas. De hecho, entre 2014 y 2017 la tasa de crecimiento económico promedio de Chile fue del 1,8%, la más baja desde principios de la década de 1980 y casi un tercio de la tasa del 5,2% logrado en los cuatro años anteriores de la administración de Sebastián Piñera de 2010 a 2014 (Bergoeing 2017:7)4.

Muchos en la izquierda trataron de culpar a los factores internacionales la pobre actuación económica de Bachelet, pero durante su administración “antineoliberal” el mundo disfrutó de una tasa de crecimiento promedio del 3%. Como el economista Raphael Bergoeing señaló, las condiciones internacionales fueron favorables para el crecimiento económico de Chile bajo la presidencia de Bachelet. Asimismo, una estimación moderada indica que, en ausencia de las reformas estatistas de Bachelet, Chile habría crecido a tasas del 4% anual (Bergoeing 2017:7). El clima de incertidumbre que creó Bachelet se reflejó claramente en las tasas de inversión. Desde que comenzó la recopilación de datos a principios de los años 60 hasta la administración de Bachelet, Chile nunca había mostrado cuatro años consecutivos de inversión decreciente (ibid.: 12)5.

Un documento crucial para entender la filosofía antiliberal de la administración de Bachelet fue un libro escrito por cinco miembros de su grupo de expertos poco antes de ser elegida por segunda vez. El libro se titulaba “El otro modelo: Del orden neoliberal al régimen de lo público”, y la portada mostraba a cinco trabajadores destruyendo un ladrillo (Atria et al. 2013)6. “El ladrillo” fue el nombre dado al programa económico escrito por los “Chicago Boys” a principios de 1970 e implementado tras la caída de Allende. El mensaje de la portada —y del libro mismo— era claro: el modelo económico de los “Chicago Boys” tenía que terminar, y Bachelet, que fue la oradora estrella en el lanzamiento del libro en 2013, debía liderar ese proceso. Según “El Otro Modelo”, el neoliberalismo y el individualismo habían creado una sociedad desigual, egoísta e injusta donde unos pocos privilegiados tenían acceso a cosas que deberían ser consideradas como derechos para todos. Para los autores, los gobiernos eran responsables de asegurarse de que no existieran diferencias cuando se trataba de bienes económicos como la educación, las pensiones o cualquier otra cosa que los autores definieran como un “derecho social”. Además argumentaron que sólo cuando la lógica del mercado hubiera sido expulsada de estas esferas podría surgir una sociedad igualitaria y justa basada en la solidaridad. Aunque lo hizo en términos diferentes, “El Otro Modelo” presentó y defendió una ideología y un sistema político socialista. El segundo gobierno de Bachelet encarnó esta ideología radical y las reformas que siguieron.

Debido a la persistencia de la narrativa igualitaria a lo largo de los años, gran parte del público compró la idea de que el neoliberalismo había llevado a más desigualdad e injusticias a pesar de que la desigualdad de ingresos estaba disminuyendo.

En febrero de 2020, Bachelet en su calidad de Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, declaró que la desigualdad era la causa de las manifestaciones en Chile y Ecuador, reforzando la percepción de gran parte de la población de Chile7. En efecto, según las encuestas de opinión publicadas en diciembre de 2019, los chilenos consideraban que la principal razón de la crisis social había sido el alto nivel de desigualdad de los ingresos (CEP 2019). El Índice de Desigualdad Percibida del 2015 de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) mostró que Chile era el país con mayor percepción de desigualdad en los ingresos de América Latina. De igual forma, el mismo índice mostraba que la percepción de que la desigualdad de ingresos era injusta había aumentado a lo largo de los años.

Si el consenso entre las elites era que la desigualdad era el principal problema de Chile antes de la crisis social, no es de extrañar que después de que estallara la crisis este consenso se reforzara. En referencia a la explicación popular de la crisis, Carlos Peña, un influyente académico de centroizquierda, observó: “Si tomamos en cuenta las reacciones inmediatas de estos días, la causa del fenómeno sería la injusticia y especialmente la incuestionable desigualdad que afecta a la sociedad chilena” (Peña 2020:11–12)8. Sin embargo, el propio Peña notó correctamente que el país nunca había sido más próspero e igualitario que en la actualidad. Esto significaba que la idea bien establecida de que la desigualdad económica había sido la causa de la crisis social era “intelectualmente incorrecta” (ibid.: 13). A su vez, Peña argumentó acertadamente que era la percepción de la desigualdad la que había cambiado. Así, aunque la desigualdad había disminuido en Chile, la gente se había vuelto más sensible a ella porque la sensación de que la desigualdad existente era legítima se había erosionado (ibíd.: 128-29). Fue precisamente este sentimiento de injusticia, creado en gran medida por la narrativa igualitarista, la que pavimentó el camino para las desastrosas reformas de la segunda administración de Bachelet. A su vez, esas reformas crearon una frustración adicional con el sistema al detener el tren del progreso económico.

Después de Bachelet, Sebastián Piñera llegó al poder por segunda vez prometiendo traer de vuelta “tiempos mejores”, en palabras de su lema de campaña. Después de fracasar en el cumplimiento de sus promesas, la crisis social estalló.

Parte de la razón por la cual la crisis será tan difícil de resolver en Chile es que los creadores de opinión no se dan cuenta de que sus orígenes son principalmente ideológicos. Es a través de este lente que los ataques generalizados al libre mercado deben ser entendidos. El sociólogo de centroizquierda, Eugenio Tironi estaba en lo cierto cuando argumentó que las manifestaciones masivas de 2019 eran ideológicamente opuestas al modelo económico de los “Chicago Boys” (Tironi 2020:26-27). Sin embargo, como Peña y muchos otros, Tironi no pareciera entender que las percepciones de la legitimidad de ese modelo habían sido erosionadas por las ideologías igualitarias que intelectuales como él y otros habían popularizado. Esto desplazó las instituciones políticas y económicas del país casi por completo hacia el redistribucionismo.

Como Douglass North (1988:15) observó, las ideologías se refieren a las “percepciones subjetivas que la gente tiene sobre cómo es el mundo y lo que debería ser”. En la medida en que las ideologías tienen un componente prescriptivo, “afectan a la percepción de las personas sobre la equidad o justicia de las instituciones de un sistema político-económico” (ibíd.). Más aún, dado que las ideologías y creencias disponibles en una determinada cultura definen en última instancia la forma de gobierno que determina las reglas formales del juego—es decir, los derechos de propiedad y las características de aplicación—no es una sorpresa, dijo North (1993), que los mercados económicos eficientes sean tan excepcionales.

North (1990:110–11) también sostuvo que la ideología es clave para resaltar los malos resultados económicos de los países del tercer mundo, por la razón de que sus ideologías suelen promover políticas que imponen limitaciones institucionales y desalientan la actividad productiva. De hecho, en el caso de Chile, la ideología igualitaria de la nación condujo a cambios en el marco institucional de su libre mercado, transformando su sistema en uno cada vez más incapaz de proporcionar resultados económicos beneficiosos. Esto alimentó aún más las narrativas igualitarias porque, como es típico de los dogmáticos ideológicos, los defensores del sistema igualitario se negaron a cambiar sus puntos de vista. Contra toda evidencia, la frecuente repetición de la idea de que los problemas del país eran el resultado de una desigualdad extrema e injusticia social terminó por convencer a muchas personas de que el sistema debía socializarse más. Como ha argumentado el psicólogo Daniel Kahneman, “una forma fiable de hacer creer a la gente en falsedades es la repetición frecuente porque la familiaridad no se distingue fácilmente de la verdad” (2012:62).

En octubre de 2019, el gobierno de Sebastián Piñera anunció un pequeño aumento en el precio de las tarifas del transporte público en Santiago. Las demandas para que se retirara el aumento se generalizaron después de que se implementara la nueva tarifa. Inicialmente, el gobierno no mostró voluntad de reconsiderar lo que correctamente llamó una medida “técnica”. Como resultado, cientos de estudiantes comenzaron a evadir el pago del metro. El 18 de octubre, dos semanas después de que se anunciara la subida de precios, el país explotó. Grupos coordinados quemaron y destruyeron casi 80 estaciones de metro que paralizaron el sistema de transporte público de Santiago. Disturbios y ataques masivos a la propiedad pública y privada siguieron al caos desatado en la capital. Al final del día, la situación era tan desesperada que el presidente Piñera no tuvo más remedio que declarar el estado de emergencia y poner a los militares al control. Siguieron manifestaciones masivas y cedió a las demandas de la izquierda de aumentar sustancialmente el tamaño del gobierno y crear una nueva constitución a través de una asamblea constitucional o una convención. El referéndum que iniciaría el proceso constitucional debía tener lugar en abril de 2020, pero se pospuso hasta octubre de 2020 debido al estallido de la crisis del COVID-19.

Ver Centro de Estudios Públicos (2017). Aunque Chile experimentó un alto crecimiento económico durante la primera administración de Piñera, la capacidad de crecimiento de la economía chilena no invirtió su tendencia decreciente. De 1990 a 2016, el PIB potencial disminuyó desde cerca de 7,5% a alrededor del 4% (ver Le Fort Varela 2016).

La predicción del Banco Central de Chile a la que se refiere el artículo resultó ser acertada.

Para una revisión de los mitos, falacias y errores de “El Otro Modelo”, ver Kaiser (2015).

www.latercera.com/mundo/noticia/bachelet-pide-que-se-fijen-responsabilidades-por-violaciones-de-ddhh-cometidas-durante-protestas-en-chile-y-ecuador/EFXRNNTG5RGUVAZC4WJ6AOLHVI

Hay otra causa de la crisis social que Carlos Peña menciona, a saber, la excesiva emocionalidad de las generaciones más jóvenes. Según Peña, los estudiantes chilenos carecen hoy en día de marcos normativos capaces de orientar sus vidas más allá de su mera subjetividad. Como resultado, se han vuelto más intolerantes, mostrando una tendencia a romper las reglas de conducta socialmente aceptadas (Peña 2020:142). Este argumento se asemeja mucho al análisis de Jonathan Haidt y Greg Lukianoff sobre la juventud americana en su obra “The Coddling of the American Mind” (2018). También hay que mencionar que otra causa de frustración entre los jóvenes de clase media y sus familias es lo que se puede llamar la “paradoja del bienestar”. Esto se refiere al hecho de que los retornos económicos de la educación superior — el principal motor de la movilidad social en Chile durante las últimas décadas—han disminuido junto con su masificación. En otras palabras, el mismo proceso que ha permitido a millones de personas ascender en la escala de ingresos ha hecho más difícil la meta de un ingreso alto y el estatus social asociado a este (Klapp y Candia 2016).