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EL FUTURO YA ESTÁ AQUÍ - El Metaverso: El Gran Hong Kong a hipervelocidad
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- Luis Rivases
El Metaverso: El Gran Hong Kong a hipervelocidad
El siguiente párrafo cumple un propósito importante en la explicación del metaverso y porque ya vivimos en este, a partir de los primeros días de la Revolución Industrial hace más de dos siglos.
“El sofisma en la respuesta del Sr. Fitch (…) está evidentemente calculado para causar una impresión desfavorable en la opinión pública sobre mi” explicaba el ingeniero innovador James Rumsey en 1788, en su carrera contra John Fitch para construir el primer barco de vapor, indicando que no era cierto lo que decían sobre haberse copiado el diseño, sino que el primero lo había hecho con el de él. Nada se equiparó con la pelea sostenida en los medios de la época para llegar primero a la paternidad del revolucionario medio de transporte y acto seguido Fitch publicaría una respuesta con todas las pruebas de que Rumsey había copiado su invento.
La pelea entre Jeff Bezos y Elon Musk para conquistar el viaje espacial palidece con la de los primeros innovadores frente a la Revolución Industrial, en el mismo momento en el que William Reynolds y Richard Trevithick competían por hacer lo propio con una máquina que revolucionaría el transporte terrestre, la patente por “el motor de vapor y su aplicación en los carruajes de conductor” y la locomotora de vapor.
Consultar estos tratados de 1788 de estas leyendas que fueron los pioneros de la Revolución Industrial junto a otros, no excluye la existencia de personajes que ni siquiera están en Wikipedia en otro idioma que no fuera el suyo y con pocas referencias sobre ellos, como el alemán Sebastián von Maillard con su “Teoría de las máquinas accionadas por la fuerza del vapor de agua” cuatro años antes o el “Arte de la minería de carbón” del francés Sauveur Francois Morand en 1799.
Ha tenido que leer estas cuatro referencias de hace cientos de años con un objetivo claro. Hace apenas diez años para llegar a estas, usted habría tenido que ser un erudito de la Revolución Industrial, hablar varios idiomas o contratar a un traductor, conocer a los autores y acudir a la biblioteca del Congreso de los Estados Unidos. Una vez allí consultar en las terminales la disponibilidad, pasar al menos cuatro horas tomando notas para después tomar un avión para viajar a la biblioteca de Hamburgo y de allí otro a la de París. Construir apenas estas 300 palabras le hubieran costado miles de dólares en pasajes, alojamiento y comida, lo que habría sido simplemente absurdo para un contenido tan pequeño.
Hoy la premonición de Neil Stephenson se habría quedado corta, pues a la vuelta de la esquina se le han unido la del Gran Hong Kong con más de cien idiomas y se tiene cuatro veces más información a la mano, que la existente en la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos que tiene 38 millones de libros. Sin salir de su casa usted tiene acceso a 50 millones de títulos a disposición en Google y un Librero que le permite encontrar temas, palabras y oraciones de donde surgen autores completamente desconocidos y una “máquina” le traduce la mayoría de los documentos con una fiabilidad sorprendente. Puede hacerlo también con cuatro millones de publicaciones francesas, otros 42 millones de libros, publicaciones y fotos digitales en Alemania, así como millones en distintas bibliotecas digitales como Rusia con cien mil documentos o puede consultar las hemerotecas españolas y navegar entre 72 millones de páginas, o más en la alemana.
Usted puede encontrar cinco millones de libros y cientos de miles de disertaciones doctorales de Japón, 30 millones de disertaciones médicas o cientos de millones de publicaciones académicas y científicas en bases de datos multidisciplinarias o ser uno de los doce millones de escolares que consultan el increíblemente prestigioso “The Lancet”.
Si hace un par de décadas usted quería comprar un libro, tenía que conducir a una cadena de librerías o al correo a solicitar una edición de algún libro especializado. Hoy tiene a su disposición no solo más de 40 millones de títulos en Amazon, sino a grandes cadenas de librerías de libros científicos nuevos y usados con decenas de millones de títulos a su disposición y la mayoría de los nuevos libros le pueden llegar en segundos a su dispositivo electrónico o en un par de días si lo desea en físico. Hablamos de billones de páginas, referencias y autores que representan un conocimiento humano, nunca antes disponible para alguna generación. Y lo que esto representará para los avances científicos.
Pero no solo se trata de libros, revistas o periódicos. Cuando Neil Stephenson escribió sobre el metaverso, un científico en una selva de Borneo buscando coronavirus en los murciélagos de la fruta, tenía prácticamente que desaparecer en las marismas durante semanas, luchar contra los elementos para después volver a la civilización, generar un paper y que comenzara a discutirse entre los colegas de las universidades, en un proceso que podía durar meses. En 2013, ese mismo científico puede comunicar sus hallazgos en tiempo real, enlazarse con otro que está buscando lo mismo en las heces fosilizadas en una antigua tumba egipcia, mientras un grupo de colegas en Bangladesh hace lo propio y todos consultan a un laboratorio londinense sobre una posible pandemia.
Pero lo interesante no es solo que tienen acceso en tiempo real al internet a través de un satélite, sino que todos hablan idiomas distintos desapareciendo la barrera lingüística que separa a la ciencia. En 2020, esos mismos científicos pueden consultar en una base de datos, donde están todas las investigaciones sobre el genoma de los virus patógenos descubiertos y donde los investigadores, pueden revisar entre millones de genomas completos. Pero a su vez, pueden contactar al científico que lo descubrió y tener una teleconferencia con este y cinco más, lo que hace décadas habría sido simplemente imposible.
Hace apenas unas décadas una pequeña parte de la información, era dominada por una pequeña porción de investigadores, en un pequeño círculo de universidades prestigiosas entre dos o tres países. Hoy, la información masiva está a disposición de millones de investigadores a escala planetaria. Y esa es la realidad que nos lleva al Metaverso; usted puede consultar los estados financieros de hace décadas o los nuevos de cientos de miles de corporaciones, tanto como puede consultar sus trimestres y publicaciones semanales, que eran imposibles en el pasado.
Hace un par de décadas usted debía comprar el periódico a primera hora o esperar el noticiero, para consultar las acciones de la Bolsa de Valores local o para seguir el comportamiento de una acción. Hoy, en su reloj, tiene las acciones en tiempo real de Nueva York, Frankfurt, Shanghái, Londres o Tokio y puede tomar decisiones en segundos.
Y de eso también se trata. El mundo observó maravillado como en 2012 la Universidad Caltech rompió el récord de transmisión de data con 339 gigabytes por segundo; apenas una década más tarde es similar en número, pero son 319 terabytes por segundo. Es decir, no es que el mundo duplicó o triplicó la velocidad, es que la multiplicó miles de veces a tal nivel, que en una hora podría vaciar buena parte de la información en muchas de las nubes más importantes.
La velocidad es sencillamente vertiginosa en todo sentido. En el año 2012 Google Books podía escanear poco más de diez páginas por minuto, para 2020 un scanner que puede comprar cualquier compañía para sus documentos, es capaz de escanear 100 mil novelas como la de Stephenson al año. La velocidad a la que vamos es de tal magnitud, que escanear, convertir en texto y traducir online una página del libro de Neil Stephenson al ruso, tarda cerca de nueve segundos en total y tener todo el libro en ese idioma, el griego o el islandés, tardaría apenas una hora y doce minutos, con una precisión bastante admisible para un software gratuito.
Y esto es interesante, para hacer esto y solo para efectos explicativos, escaneé la primera página de “Snow Crash” de Stephenson, la convertí en texto a través de un software gratuito, luego sin revisarlo la traduje usando DeepL al búlgaro, de ese idioma lo traduje en Bing.com al afrikáans y fui después en reverso usando diferentes softwares al griego, vietnamita hasta llegar nuevamente al inglés, a través de Google Translator.
El resultado fue verdaderamente sorprendente. En buena parte del contenido era exactamente el mismo, en otros había sido transformado usando slangs (jergas) actualizados o sinónimos que, si bien no tenían el estilo del autor, no hicieron perder el hilo y el objetivo del contenido. Y sí, las implicaciones son tremendas, no solo por el flagelo de la piratería, sino porque es factible evadir los softwares de plagio a través de procesos relativamente simples. Ahora bien, la realidad del acceso a la información está precisamente en esas barreras derribadas en el metaverso, donde leer un periódico en vietnamita o en samoano, o un paper científico en malayo o noruego es hoy tan viable, como cruzar una esquina y encontrarse en el Gran Hong Kong expuesto por Stephenson.
Por lo tanto, las primeras premisas del metaverso, que es la transformación de la información equivalente a la Biblioteca del Congreso por corporaciones globales, ya se logró. Ahora solo faltaría la C.I.A para integrarse al mundo corporativo y de allí también todos los peligros que enfrentaremos.